Por Fernanda Fernández
“El código penal es una máquina para castigar pobres”. La frase, atribuida a un jurista contemporáneo, no resulta incómoda por exagerada, sino por su persistente vigencia. Atraviesa épocas, sistemas políticos y fronteras, y encuentra eco tanto en los relatos bíblicos como en las realidades judiciales actuales. La selectividad penal no es una anomalía del sistema; es, en muchos casos, uno de sus rasgos estructurales.
Desde mi mirada como estudiante de Derecho, y observando los hechos que hoy ocupan la agenda pública en la República Dominicana, surge una pregunta inevitable: ¿bastaría con cambiar las leyes para que estas situaciones dejaran de repetirse? ¿Alcanzaría una reforma normativa para garantizar justicia real? La evidencia indica que no.
Las leyes no operan de manera automática ni neutral. Son interpretadas y aplicadas por personas insertas en una estructura social marcada por profundas desigualdades económicas, políticas y culturales.
En ese contexto, la pertenencia social de un individuo suele pesar tanto o más que su conducta. La pobreza se convierte en sospecha; el privilegio, en un atenuante implícito que rara vez se reconoce, pero que opera con eficacia.


En la República Dominicana, los casos de corrupción suelen seguir un patrón reconocible. Inician con grandes anuncios institucionales, expedientes extensos y discursos que prometen un antes y un después.
Sin embargo, con el paso del tiempo, muchos de estos procesos se diluyen entre dilaciones, tecnicismos y silencios estratégicos. La justicia parece perder urgencia cuando el imputado posee poder económico o político, y ganar eficiencia cuando se trata de ciudadanos sin redes de protección.
Este fenómeno no puede explicarse únicamente como una deficiencia legal. Es, ante todo, una crisis ética e institucional.
La corrupción no se limita al acto individual del funcionario que se apropia de recursos públicos; se manifiesta también en los sistemas que lo protegen, en las prácticas que lo normalizan y en la tolerancia social que termina por aceptarla como parte del funcionamiento cotidiano del Estado.
Pensar que la solución pasa exclusivamente por reformar códigos o endurecer penas resulta insuficiente. La experiencia demuestra que un sistema puede contar con leyes modernas y, aun así, reproducir injusticias si quienes las aplican responden a intereses, lealtades o privilegios ajenos al bien común.
La norma, por sí sola, no garantiza justicia si no existe una voluntad real de aplicarla con igualdad.
Cuando la ley deja de ser justicia, deja de cumplir su función esencial y se convierte en un ejercicio de poder.
La pregunta que queda no es solo qué normas necesitamos, sino qué tipo de sociedad estamos dispuestos a sostener: una que tolere la desigualdad ante la ley o una que se atreva, finalmente, a mirarse con honestidad y corregir sus propias fallas.